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Emberá que canta, que baila, que pinta, que narra sus tierras, su ropa y su lengua; ya no entre el verde de esas hojas que creó sus memorias, desde la naturaleza que la vio crecer, caminar, construir, hasta que el sonido del fuego dentro de armas y la fuerza de una guerra de oro, la llevó a desdibujar su cuerpo entre montañas y dibujarlas entre puentes de cemento.

(Madre Tierra)

DACHI NAME 

El ruido doliente que se escucha cada que caminas en medio del caos de una ciudad que refleja mil y un más lamentos; que en sus paredes contiene las lágrimas dibujadas de aquellos caídos, las que te sumergen en el color de los gritos pintados de luchas y aquellas que tienen el sello que sostiene la espalda de los que no pudieron seguir escuchando las montañas de sus ancestros, las voces de las serpientes que aunque grandes o peligrosas, siempre dieron la certeza de la protección en los suelos de un hogar para cuidar, cultivar, sentir las corrientes de los ríos que daban la fortaleza de los cuerpos, que hoy, solo sienten un lago negro de ladrillo diferente a diario.

--- “La Policía Nacional maltrató niños, ancianos, mujeres embarazadas, con palos nos sacaban, yo veía como la sangre salía” ---, contaba Amparo Arce para Contagio Radio. Amparo es una de las madres más jóvenes de las comunidades Embera Chamí y Katío, desplazadas en Bogotá por presiones y amenazas de hombres con armas que frecuentemente apuntaban en sus tierras, buscaban entre las plantas y los ríos todo lo que oliera a tesoro. Parece un cuento de caciques y lagunas de 1800, pero no es ningún cuento, es de un siglo después con corbatas y multinacionales. Más de ochenta integrantes de estos pueblos indígenas durmieron en las calles de Bogotá, desplazados de sus resguardos del Chocó y Risaralda, llevados de lugar a lugar, y desde sus territorios, otros cientos saliendo por el mismo camino.

Sus tierras, allá en el Alto Andágueda, donde empieza un conflicto que parte del descubrimiento de una mina de oro, y que desemboca en una guerra de dominios es una línea de tiempo construida desde la llegada de distintos actores en disputa por sobre el pueblo de la montaña, los Embera Eyabidá.

 

Así, las selvas del Chocó se convirtieron en el teatro de aquellos crímenes que se iniciaron cuando el indígena Aníbal Murillo descubrió una mina dorada, seguido de la persecución del hacendado y misionero Ricardo Escobar, quien en medio de la codicia y ambición de poder, emprende en su papel el intento por ser el nuevo cacique de una comunidad que no conoce ni la fe cristiana ni una lengua castellana. Terminó imponiéndose, como lo narró la Revista Noche y Niebla: “en extenuantes horas de trabajo y el intercambio del oro por elementos de consumo cotidiano en la tienda de la misión claretiana de Aguasal es casi comparable con lo sucedido hace 100 años en las selvas del Putumayo con el auge del caucho selvático, mediante el cual el sistema de endeude sirvió como manto de complicidad para el despojo, esclavitud y explotación del trabajo humano”; esto, en las selvas del Alto Andágueda, gira en torno a un metal preciado, para convertirse en una cruzada de avaricia y quebrantos.

Han sonado por años los pasos de esas botas que pisan, y pisan, y pisan más fuerte, y rompen las tierras: el misionero, el terrateniente, el militar, esos que llegan al Andágueda imponiendo sus mandatos; el primero con su fe cristiana, el segundo apropiándose de los territorios, y el tercero fortaleciendo el papel de esos dos primeros mediante el exterminio.

 

Para 1987, la sangre ascendió más y más, llegando a la mayor intensificación de la violencia hacia el pueblo Emberá; venía ocurriendo desde hacía más de una década. La comunidad, entonces, se descompuso. Bajo la manta de la riqueza con el oro deseado por todos estos actores, el pueblo se desplazó a varios centros urbanos del país. Parece ser, entonces, el fin de la unidad de un pueblo que con su cultura se ha tejido, y que ahora debe tejerse fuera de los sonidos de las tierras que lo vieron cimentarse.

 

La llegada sin salida, y ni aquí, ni allá

Llegaron a la capital del país, con el miedo de ser reclutados. La Unidad de Víctimas los acreditó y les dijeron que la Alta Consejería para los derechos humanos los atendería hasta que se hiciera la debida valoración. Entonces, pagaron dos meses de arriendo y luego quedaron a la deriva, de nuevo, victimas del abandono.

 

¿Dónde está el Estado?¿ y las ayudas?... Para el 2012, aparece en la revista Noche y Niebla la noticia de que --- “El 11 de julio los indígenas Emberá Katío y Emberá Chamí realizan un plantón frente a las instalaciones de la oficina de la Unidad de Víctimas con el fin de exigir al gobierno nacional el cumplimiento de los acuerdos en materia de retorno y reubicación” ---. Prometieron solucionar los problemas de las tierras, prometieron protegerlos en las tierras citadinas, ya 2020, pasa la línea, ya 2022, ¿hasta cuándo seguirá esta lucha?

Rosmira Campo, mujer de 36 años, proveniente del resguardo Emberá – Katíos observa y participa en la preparación de los alimentos de su comunidad, mientras lleva varios días sin comer. Con tristeza suspira y le cuenta a Contagio radio lo que la reconforta saber que, mientras ella esté al frente de la cocina, esa compuesta de ladrillos y una olla pequeña que su vecina le regaló, su hijo y los niños de la comunidad no pasarán hambre.

También está doña Ligia Arías, junto a dos lideresas de la comunidad. Todas están al frente de la alimentación también y del cuidado de los niños y niñas. Enseñan cómo limpiar y vestir a los bebés.

 

En su piel se refleja ese Chocó que la vio crecer durante más de 70 años. Escucha en silencio y observa cómo corren, juegan y lloran sus niños; varios son sus nietos. Ella y su familia llegaron del Chocó hace algunos meses, y a pesar del frio o del hambre, afirma para el mismo medio que vive mejor en la ciudad: --- “la explotación no ha dejado nada, destruyó los cultivos, destruyó el ambiente, acá tenemos algo de alimento, allá ya no quedaba nada” ---.

 

Ella recuerda las formas de sembrar el maíz, el cacao, el borojó y las frutas nativas como el caimito. Asimismo, recuerda lo que vivió todos los días, las violencias de su fuente de alimento, cómo se dañaba, se secaba y cómo sus tierras morían.

 

LAS TIERRAS: tuyas, mujer

La mujer de las montañas, que como todas las mujeres cuidan y protegen, también perciben su tierra como su cuerpo. La Dachi Name (la madre tierra) es todo aquello que las rodea, como la naturaleza misma, la principal proveedora.

 

En su tierra se encuentra el “Jenené” (el árbol de la vida), del que nace el agua, los ríos, los mares, el territorio Emberá, el más sagrado porque representa la vida misma.

“Espírtus, protejan a mi hija en este espacio”, dice una mamá de la comunidad Nawa a su hija en un capítulo de Justicia Indígena, mientras pasa rocas y plantas de su tierra por el cuerpo de la niña. El ritual Jenené hace más fuerte el cuerpo de las niñas en el momento en que les llega su periodo; de forma que su cuerpo se fortalece como mujeres, pasando rocas y plantas a las que los espíritus dieron fuerzas que trasladarían al cuerpo de ellas y para que estos espíritus las cuiden durante toda la vida, de las enfermedades y las malas energías.

La mamá pinta su cara para que los espíritus la conozcan y su piel se conserve sana y hermosa. Llevan la fruta de un árbol que llaman Kipará (jagua), para preparar la pintura; da un olor que las mantendrá felices y con buenos pensamientos. Se toma la pulpa de la fruta y se mezcla con carbón de balso. Se pinta a la niña para proteger su cuerpo y fortalecerlo.

La niña se encierra entre hojas de árboles, donde reflexionará sobre el ritual y su bienestar para ella. Su mamá la guía, la aconseja. Las mujeres de su comunidad cantan y bailan alrededor de la casa hecha de hojas para llamar a los espíritus a que la protejan. El ultimo día, llevan a la niña a un río, para que este se lleve las malas energías de su cuerpo.

 

Al regresar, las mujeres mayores bailan con ella para entregarle las fuerzas que ellas adquirieron también en el ritual de Jenené. “Me dieron la sabiduría de defenderme en mi territorio”, lo hará también con sus hijas.

Francisco Rojas, miembro del colectivo Embera Bakata, asegura que son ellas quienes mantienen las tradiciones de sus pueblos, pues en ellas está la cultura. Para Mónica Suárez, también es una motivación apoyarlas en su proceso dentro de la ciudad de Bogotá. --- “Hoy día estamos más interesados en apoyar a las mujeres, pues ya con todos estos años de conocimiento de las prácticas culturales y de los riesgos también a los que están expuestos en la ciudad, nos hemos dado cuenta de que son las mujeres quienes conservan estos saberes y las que los transmiten a los niños” ---, afirma ella.

 

Reconstruirse desde las calles

La capital acoge desde el año 2011, al colectivo Embera Bakata; organización que nace para apoyar la cultura del pueblo Emberá. Decidieron empezarlo con sus agrupaciones musicales. Mónica Suárez, trabajadora social y fundadora de este proyecto cuenta que “Ya no es del asistencialismo. Ni se da porno miseria, ni la ayuda, ni la limosna. Se ayuda apoyando a mantener los saberes que la comunidad trae como la interpretación de instrumentos y de las agrupaciones musicales. Allí ya, se hacen presentaciones, se visibiliza a la comunidad que está desplazada en Bogotá, pero siempre desde una forma más positiva y propositiva, superando un poco la revictimización en la que caen en la ciudad” ---.

Mayelina Arce y Felipe Campo son miembros del colectivo junto con sus 10 hijos, entre ellos, dos niñas: Verónica y Camila. "Vinimos a Bogotá porque en mi territorio había mucho conflicto armado. Así como unos desplazados de verdad, porque hay mucha gente que dice que por qué estamos acá, pero nosotras ya llevamos 19 años viviendo en Bogotá. Mi papá y mi mamá nos trajeron cuando éramos niñas, y desde ahí nunca hemos ido porque todavía hay peleas allá. Por eso vinimos acá y crecimos acá" dice Verónica.

Ellas cantan Rap. Desde su lengua nativa cuentan sus historias. “Una historia de mi canción es de la monja. Una historia pasó antes, cuando no estábamos nosotras. Pasaba que la mujer cuando se moría la llevaban y la enterraban, pero el hombre se convertía en una Moana, salía del taul, y comía personas; mataba mujeres, las violaba y cortaba los cucas de nosotras. La música se llama el Moana hombre” añade Camila. 

El relato de Verónica, su voz

"La canción que nosotras cantamos con mi hermana es una canción rapera. Cantamos rap porque cuenta la historia de la música, qué pasó ese día, y que hicieron ese día. Cuando empezamos a cantar rap fue por un amigo que conocimos que se llama José, y él también trabajaba con nosotras. Cuando lo conocimos nos llevó a grabar una música y José dijo que nos avanzaran con la música porque nuestra música es de nuestra lengua.

 

Mi mamá nos contaba que había muchas historias y nosotras sabemos esas historias desde niñas. Nosotras no crecimos allá, pero extrañamos muchas cosas de mi territorio, extrañamos lo que nosotras comíamos antes, extrañamos el río, aunque yo creo que si algún día podemos visitar para allá porque algún día creo que nos vamos. Nuestra cultura también tiene el vocabulario como el de nosotras, y en la de nosotras también hay muchas culturas montaña, el cerro, el río, los caballos, el camino, la lluvia, el sol, y la luna para nosotras es muy importante.

 

Allá donde nosotras vivimos en el Chocó es muy importante para nosotras porque hay mucha cultura y es nuestra cultura.​ Antes cantábamos música normal, ya que empezamos a crecer y empezamos a escuchar nueva música para que nos escuchara todo el mundo, de la canción que ya estuvimos haciendo y hace poquito que iniciamos esto. El papá tenía conciertos, a él lo invitan a cantar.

Me gustan hartas cosas, hay algunos que cantan violencia, lucha, violencia contra las mujeres. Cuando cantamos a través del rap nos sentimos bien, como es nuestra canción y nuestra vida, nos sentimos bien porque estamos avanzando" narra Verónica. 

Audio: Centro de Memoria Histórico
Dachi Chiuu: nuestra lucha

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