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¿POR QUÉ HABLAR DE
CINE COMUNITARIO?

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EL CINE Y LA MARGINALIDAD

 

Entender la imagen como lugar creador de sentidos y prácticas, es también entenderla como una generadora de vínculos entre las subjetividades y objetividades donde el cuerpo entra como mediador de estas, de manera que se crean significaciones y representaciones dentro de la realidad social que se traducen en el lenguaje. Este es objetivo en la medida en que no es individual, por lo que nos adaptamos a él y no él a nosotros; de esa forma nos comunicamos, a través de las palabras que adquieren significado según lo que en sociedad creamos.

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Sin embargo, la imagen construye lo “real” y también lo “irreal”, por eso también dialoga con las subjetividades; ella narra y crea el mundo existente de manera universal y verosímil, así, muestra, sugiere, visibiliza e invisibiliza a su manera. <<Cada imagen es una declaración ante el mundo, que genera lazos sociales y que tiene implícita una carga ideológica en la disputa sobre prácticas y discursos de memoria, visibilidad e identidad>>(Pedraza, 2021)

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Así pues, el lenguaje del cine conceptualizado como la imagen en movimiento, hace de este arte, uno generador de realidades universales que homogeneiza. Además, sus posibilidades de reproductibilidad técnica lo hacen de difusión masiva y comercializable, pero también de fabricación para unos pocos. Aunque, valdría la pena preguntarse y analizar qué tipo de cine, y qué narrativas hacen esa reproductibilidad.

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Ahora bien, el carácter subalterno del cine latinoamericano, como lo menciona Sergio Navarro (2014), expresa a esos sectores que han sido marginados, aquellos que son excluidos del resto de la sociedad; los que no han tenido espacio en relatos públicos que copan la visibilidad social. Son entonces sujetos que trasgreden polaridades vigentes: familia / pandilla, ciudadano / delincuente, lo incluido / excluido. Así, la subalternidad le permite al cine latino huír de los cánones del cine comercial, convertido en cine social o independiente.

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Las proyecciones de cine se iniciaron en Colombia finalizando el siglo XIX. A partir de ese momento se despertó la curiosidad de poblaciones urbanas, espectadores de diferentes edades y clases sociales, incluso para los conservadores del país, como organizaciones eclesiásticas que querían censurar el cine con la convicción de que se generaría una mala influencia en los jóvenes, incluso se llegó a afirmar que el cine era un espacio para delincuentes debido al estado de higiene de las salas, los horarios de exhibición inadecuados y la situaciones “inmorales” que ocurrían en la oscuridad, lo que ponía en riesgo a los “decentes”, que adquirían malas prácticas.

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Sin embargo, con la llegada del cine latinoamericano militante desde los setenta, se crearon procesos de emancipación en los contextos marginales donde las cámaras fueron fundamentales en las denuncias de desigualdades e injusticias, mostrando la “realidad” y convirtiéndose en la voz de los que no son escuchados. Directores formados en el exterior, con un enfoque antropológico, como el caso de Marta Rodríguez y Jorge Silva, documentaron la vida de trabajadores explotados en el barrio Tunjuelito de Bogotá, a través del film <<Chircales>> (1972).

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A pesar de esto, en el intento de mostrar esas realidades, el cine de lo marginal desembocó en el término de “pornomiseria”, en el que se explota la situación de ciertas comunidades, las mercantiliza desde narrativas superficiales, y las hace parte de una industria del éxito. Un ejemplo es el film <<Gamín>>, de Ciro Durán, donde se documenta la vida de niños, niñas y jóvenes en la calle; y como respuesta de este fenómeno nace <<Agarrando pueblo>> de Luis Ospina y Carlos Mayolo, un cortometraje que parodia la instrumentalización y explotación de la miseria humana.

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La película de “La vendedora de rosas”, famosa internacionalmente, nos acerca a la vida de niños, niñas de la calle, sometidos a unas condiciones de extrema pobreza, que los llevan por diversas situaciones a la espiral de la violencia, la drogadicción, delincuencia, abuso y degradación. Deja ver cómo la sociedad los excluye, sobre todo en una ciudad como Medellín, perfecta para mostrar este tipo de realidad por su historia de narcotráfico, violencia y desigualdad social en medio de los conflictos colombianos.

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El problema de querer vender estos filmes desde esa realidad es que genera la idea de una identidad cultural de las comunidades allí integradas, y como consecuencia, una revictimización desde los estigmas que se crean luego de su difusión. El trato que la sociedad da a estas personas se construye de una imagen que genera repulsión y miedo, crea distancia.

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Se han construído estereotipos generalizados sobre las comunidades populares de las distintas ciudades del país, de manera que se configura un orden social de la ciudad desde la forma en la que definimos al “otro” y a los “otros”, encontramos nociones como el peligro o la amenaza desde nuestro recorrido cotidiano. En este sentido, importa lo que está pensado desde este lado de la línea social, y se genera una línea abismal donde existe una perspectiva de lo que estas personas son, pero el otro lado (ellos), no existen como sujetos o agentes sociales. Lo que son, está dado por la imagen que se reproduce, desde el que hace cine y desde el espectador.

 

No se trata, entonces, de desconocer que en lugares como Medellín existen ciertas problemáticas reales asociadas a la violencia, sino de reflexionar sobre las maneras en que nos apropiamos de los estigmas y los reproducimos por medio del arte, como el cine. De forma, que el discurso se encierra en eso y sí, en cambio, se desconocen las características que, además, componen un barrio o un sector popular. Es cambiar y repensar la forma en la que se ha construído la identidad de estas comunidades.

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Vale la pena, entonces pensar y preguntarse, cómo bien cuestiona Eduardo Pedraza (2021), ¿Debe la institucionalidad transformar a los jóvenes o viceversa? ¿Quién define los parámetros de transformación?

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Lo cinematográfico abre paso a lo audiovisual, y le da cabida a nuevas formas de expresión, que integra voces y miradas, heterogéneas lo que lo vuelve incluyente. Los marginados son quienes deberían crear sus propios procesos y organizarse desde la apropiación de sus territorios y situaciones, creando narrativas y estéticas propias dentro del cine. Las instituciones deben ser promotoras y potenciadoras de esto, entregando herramientas que les ayude a generar sus contenidos.

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Ahora bien, los cineastas, creadores, periodistas, etc., que quieran entrar dentro de este cine comunitario, deberían hacerlo desde un proceso de educación bidireccional, en el que convergen conocimientos de allá para acá, y de acá para allá, entrando en un proceso de deconstrucción de una realidad que probablemente desconoce. Eliminar pensamientos como que son personas vulnerables o peligrosas que deben ser rescatadas, contenidas o penalizadas; así, es entrar en esos procesos y no excluir a los ya excluidos que través de sus propias narrativas cinematográficas pueden contar sus historias, memorias y culturas, lo audiovisual se convierte en una herramienta de transformación desde esas perspectivas de la otra línea.

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